lunes, 28 de enero de 2008

Mirada objetiva de una práctica arraigada

La partida ya había comenzado.
Agradezco que seis haya sido el número justo, para no dejar en evidencia mi falta de puntualidad, detalle sobresaliente en este tipo de eventos.
Nada de pérdidas de tiempo inútiles. Se cita a las diecinueve horas, y a las diecinueve horas se reparte la primera vuelta. Así de sencillo.
Con el deseo de no perturbar la mano, me ubiqué en la retaguardia. Un tanto atrás, lo justo cómo para observar, para tomarme mi tiempo y analizar la situación, los códigos, las formas ya que no soy habitué de estos encuentros.
Las partidas de cartas no consultan al Q del puedo, el Q del debo no existe y el Q del quiero se impone en la filosofía de vida de las contrincantes.
No le hacen a la lluvia, menos al sol, no al frío ni al calor. Siempre hay una buena excusa para repartir y apasionarse en el juego.
De repente no puedo evitar una sonrisa.
Gracias a un magistral enroque de mi mente, ya no estoy en la mesa, aparezco en una sala del Club Social y las protagonistas son otras.
Vislumbro a mi querida Abuela Elisa rodeada de sus fieles y consecuentes amigas. Me ubico en una siesta de sábado, quizás de domingo y allí están. Infaltables, dándole vida a aquel venido a menos Club Social, cómo sus últimos baluartes.
Puntuales, sí, más que puntuales. Una puntualidad casi enfermiza que exasperaba cuando el asado dominical se prolongaba más allá de las tres menos cuarto. La hora convenida.
Veo la mesa redonda, al lado de la puerta. La caja de las fichas de colores fuertes, rojas, amarillas, azules, verdes. Las cuadradas, las redondas, las aovadas. Las chiquitas blancas, probablemente de menor valor. Las fichas que en su descanso semanal eran tan codiciadas para nuestros juegos de armar, en las siestas que pasábamos con la abuela, y nos eran concedidas con la firme promesa de volverlas a su sitio respetando el orden en que las habíamos encontrado.
Veo las cartas francesas. Ken, plastificadas, sin aceptar otra marca. Las Ken, importadas por pedido a cualquier o a todo conocido que se atrevía a cruzar la frontera, cuanto más no sea a Paraguay.
El mantel de paño verde bien estirado, sin arrugas.
Veo los rostros. Ser convocado ya era un privilegio. Nada de democracia en estas elecciones. El pulgar hacia arriba denotando aprobación, el pulgar hacia abajo y el llamado sería para otra ocasión, o para el refuerzo ante la ausencia de las elegidas.
Y se cuela un “las elegidas”. No porque “los elegidos” estuvieran excluidos, sino porque en general era una reunión de chicas, ya sea porque la vida les había negado maridos, o bien porque éstos las habían precedido en su partida hacia la vida eterna.
Agudizo mi memoria y aparece un caballero en aquel grupo, pero no lo veo agraciado, más bien recuerdo un pulgar hacia abajo casi permanente para él luego de haber sido sometida a votación su convocatoria para el juego.
“Que juega lento…, que se pierde…, que dobla las cartas…, que está gagá…. “Y así el pobre era el eterno excluido.
El escenario está listo. Las fichas se reparten y la partida comienza.
A tirar las cartas para formar los equipos que confrontarán. Números altos con números altos, los bajos con los bajos. A la mesa dispuestos uno por medio. A levantarse para ganar las posiciones de partida.
Veo que juegan a la loba, o ¿será el tiempo de la canasta?
Las reglas no se discuten. Ya están pautadas. Todas las conocen.
Con la profesionalidad que les dio la práctica, las cartas se entremezclan prolijamente entre sus dedos. Puedo sentir el vientito y ese ruidito continuo que indica que la mezclada fue correcta.
A cortar. Reparten, siguiendo siempre el mismo orden. Hacia la derecha, el mazo a la izquierda.
El mutismo las invade. Sólo lo interrumpe la llegada del mozo del club, con su consabida pregunta ¿Té o café?
Levantan la mirada, murmuran una respuesta y continúan. …
- Yo salgo ¡Entrás vos!....
Vuelvo a mi realidad, me están ofreciendo un rol protagónico. Me siento privilegiada. Casi como en la época de mi abuela. Acepto y tomo mi posición.
No puedo evitar las comparaciones. El juego ha cambiado, el montoncito es la razón de la reunión.
Eso sí, en equipos, formados como en aquella época. Las mismas posiciones y a jugar.
Analizo la situación, observo mis compañeras, las reglas, los códigos. Siento que son innumerables, difíciles de asimilar de manera simultánea al juego. No amedrento y lo intento.
El pozo a la derecha, con la carta acostada. Los montones de descarte a la izquierda del pozo. Son tres, ordenados de derecha a izquierda y no de izquierda a derecha como me gusta. No hay margen de creación. La regla es así, hay que acatarla.
Me toca dar. Nadie toca las cartas hasta que se hayan repartido. Me gusta dar en círculo. "¿Cómo vas a dar así?", "¿Cuál e s para cuál?" Levanto mi vista y un “Yo se, tranquilas” se me escapa. No innovo mi forma de dar. ¿Porqué debería hacerlo si siempre repartí así? Lo comprenden y me dejan.
Creo que en el fondo mi presencia es un factor de intriga. Ellas ya se conocen, ya saben como juegan, tienen sus códigos. Yo no sé. Mi última práctica se remite a un año atrás, en esa misma mesa, con las mismas contrincantes. "¿Se acordará...?" Imagino que será la duda.
La partida comienza. Dos partidos. Dos ganados y se termina. Uno y uno, obliga a un tercero, el mudo. Así como suena, el mudo, en una soledad absoluta. Sin pistas, sin miradas, sin recriminaciones, al menos instantáneas. Cada jugador plantea su estrategia de manera inconsulta.
Soy parte, pero a su vez me siento fuera. Observo, me divierto.
Veo esas miradas furibundas ante el error que aguardan que la carta de descarte sea apoyada en la mesa para explicar cuál era la jugada precisa que la compañera no advirtió.
Escucho escusas, contraataques. Se pelean. Me divierto.
Estrategias sumamente estudiadas. Las cartas precisas para llegar a un final coordinado entre tres.
Un final simultáneo.
Juegan, no a ganar, sino a hacer perder al otro.
Juegan con el alma, a rabiar, a morir… Y al momento cuando la partida pasa, ya no recuerdan ni los resultados y la armonía vuelve a reinar de manera espontánea.
Códigos. Reglas. Miro al frente, están mis cartas. Vuelvo mi mente al Club Social. Los códigos se mezclan en los tiempos. Los reveo, las reglas son las mismas, las pasiones desatadas sin diferencias…
- Te toca jugar
Vuelvo…
Me despido de mi abuela, su partida continúa, la mía también.
Myrtita

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Realmente el placer de leer el relato es inagotable.Esa capacidad de transportarte e irte a la otra dimensión la de los "recuerdos".
Espero que las "chicas" lo hayan disfrutado como yo.
Ale de San Agustín

Anónimo dijo...

REALMENTE TRANSMITIS LA VISION DE LAS "CHICAS" DEL SOCIAL Y SU CITA DE LOS FINES DE SEMANA, COMO SI FUERA UNA POSTAL.
pERO, DECIME...LA ABUELITA JUGABA POR PLATA?

ALICITA( QUE NO SABE JUGAR NI A LA CASITA ROBADA)

Anónimo dijo...

Jugaba por bonos, dólares, liras, patacones, pesos argentinos, australes, federales....
Ah... federales NO.. sorry... no tuvo la suerte de llegar a conocerlos y ponerlos sobre el tapete...
Ja ja