viernes, 9 de julio de 2010

Capítulo 7 - Una adicción irreversible

Mi tiempo de infancia fue el tiempo del nacimiento de los chocolatines Jack.

Los personajes de Hijitus en miniatura que dormían en el huequito del formato del chocolatín, debajo del papel de celofán, con las letras gordas de colores,

eran mi perdición.

Por aquellas épocas, el sueño del pibe parecía realizarse siendo propietario de una juguetería o de un kiosco, con la idea de que ese poder de propietario se traducía en el acceso libre y masivo a todos los juguetes del mundo y también a todas las golosinas que se nos pudieran ocurrir sin costo alguno.

Fue para ese entonces que el Tío Popy, hermano de mi abuela Emilia abrió un kiosco justo enfrente a su casa.

Mi sueño se hacía realidad. ¡Un familiar dueño de un kiosco!

Juntando las ideas, los chocolatines Jack comenzaron a llegar a mi casa no por unidades, sino por cajas enteras, al mejor estilo mayorista.

Debo confesar, que a esa altura de mi vida, mi pasión no eran los chocolates, es más casi detestaba ese sabor amargo de algunos, pero la colección de muñecos en miniatura sí lo eran, y justificaban plenamente el pedido de más y más cajas.

Por suerte con mi hermano siempre nos complementamos. Él moría por el chocolate y yo por los juguetes, en consecuencia, como un engranaje perfecto comenzó el trueque de golosina por juguete con un racionamiento a veces un tanto descontrolado, cuando descubríamos que en el piso del ropero de nuestros padres acababa de llegar una nueva caja.

Este dulce y lejano preámbulo que me llevó a la década del 70, me vuelve a los años 80 ya lejos de mi infancia, y en situación de señora grande. Una nueva realidad civil y etaria pero sin cambios en mis preferencias: el chocolate seguía sin gustarme.

Todas las mañanas Bonel partía para el centro, con su portafolio negro y su lista de mandados. Todas las tardecitas me preguntaba qué necesitaba del centro, si tenía algún recado que él pudiera hacerme.

Todas las mañanas tomaba el colectivo rojo que lo llevaba y lo devolvía antes del medio día.

De hábitos se fue pintando nuestra apacible existencia. Nuestra relación se iba consolidando. Ya no había días sin vernos, sin charla, sin ropa ni diarios a intercambiar. Todas las rutinas escondían la más fuerte necesidad de compartir y reflejaban el profundo cariño que se instalaba entre nosotros.

En pocos meses una nueva costumbre o hábito se instaló en nuestros días.

Bonel regresaba del centro lleno de novedades, que no podían esperar, para ser comentadas, la tardecita. Ni bien arribaba al octavo piso, golpeaba en el 8°G y se desplomaba en una silla con su maletín negro. Lo abría y empezaba a sacar cosas como la caja de Pandora.

Lo fascinaba el Mercado de las Pulgas. Todos los días un producto chino nuevo. Abrelatas, caja, sacapelusas, destornilladores tres por uno. Ofertas y más ofertas, aunque no necesarias, baratísimas y no valía la pena dejarlas pasar. Eran dos pesos!!!

Un día mientras vaciaba su bolsa, me realizó la confesión

- Myrtita, quiero decirte algo. Cuando Sara, mi esposa vivía, teníamos por costumbre, que cada vez que yo salía, le traía algo de regalo, para representar con eso que me acordaba de ella. Sara ya no está y vos te has vuelto la nieta que no tuve. Así es que, sin que lo tomes a mal, sentí la necesidad de que lo supieras y te he traido esto.

Metió la mano en su portafolio, sacó un chocolate HAMLET y me lo regaló como prueba de su más profundo cariño.

¿Cómo decirle que los chocolates no eran de mi agrado ante semejante declaración?

Feliz, le di un beso y lo agradecí.

Sin que él lo supiera, el chocolate descansó en el cajón de mi mesa de luz.

Pero Bonel, iba todos los días al centro. Era un hacedor de rutinas. Y su cariño no decrecía con el paso del tiempo. Aumentaba, y con estas demostraciones de afecto los chocolates en mi mesa de luz ya no entraban.

Ante esta situación, me quedaban dos caminos, o sincerarme y decirle que los chocolates no me gustaban o empezar a probarlos en el intento de que me comenzaran a gustar.

fue lo que elegí. Todas las noches antes de dormir, probaba un cuadradito. Era la medida justa.

La primera noche lo sentí amargo. La segunda no tanto. A la tercera, casi que lo degusté con agrado mientras miraba una película.

Noche tras noche, siguiendo su estilo también me convertí en una hacedora de rutinas. La cuota diaria de chocolate se volvió una adicción. Pasé del NO gusto a la adicción.

Bonel me corría de cerca con su oferta. No me daba respiro.

Sin la cuota diaria de ingesta chocolatera, las tabletas se acumulaban y acumulaban…

Hasta que un día, descubrió un puesto de flores.

Crisantemos blancos y amarillos comenzaron a alternarse. Un día flores, Un día chocolates.

Un hogar florido. Mi hígado agradecido. Y el cariño siguió creciendo.

Myrtita

martes, 6 de julio de 2010

Simplemente un mensaje

Porque me gustó,
porque sentí que da fuerzas...

Myrtita