domingo, 28 de abril de 2024

La caña y la soga

 

El frío sucede al calor y la falta de espacio obliga a cambios en los roperos.

En mi ropero hay espacios indiferentes al paso de las estaciones. En ellos el orden no se altera y su contenido no se discute. Está ahí, ocupa un lugar y listo.

Las sábanas de la herencia dormían en un estante, en el lugar asignado detrás de las sábanas modernas, livianas, esas que no necesitan dedicación.

Quedaron formando una pared, una sobre otra, dobladas de manera estratégica para que los pliegues, al extenderlas sobre la cama, no mostraran marcas que taparan los hologramas bordados.

Las sábanas de la herencia, ese icono no alterado en mi ropero, ayer ocuparon mi tarde.

Sin razón a la vista decidí alterar el orden. Basta de espacios intocados.

Descorrí la barrera de las sábanas modernas, para descubrir lo que tapaban detrás de ellas y el orden inalterado, se volvió caos.

Una lejana gotera oculta, permitió que las gotas llegaran a la madera. La madera húmeda alojó vida, vida primitiva, vida al fin que anidó en ella, creció y de manera vil usurpó el blanco de las sábanas de la herencia.

No daba crédito a lo que veía. Ese era un lugar protegido. Un espacio asignado. Un espacio que no se alteraba. Un espacio en el que el tiempo se detenía.

Un cúmulo de sentimientos me invadió al ver que ese blanco se había vuelto ocre y los hologramas atesorados ostentaban, derrotados, manchas oscuras entre sus letras. Rabia, tristeza, culpas. impotencia.

Sin dudarlo derribé esa pared, y una a una las sábanas de la herencia fueron cubriendo el piso de la habitación.

¿Por dónde empezar? Tirar todo. Imposible. Dejarlas así hasta que la decisión llegue. Imposible.

Desandar una a una. Analizar estados fue el camino elegido. Un camino que la lógica despegada de sentimentalismos señalaba como el correcto.

La suavidad de los hilos, la dedicación en los bordados, me sacaron del caos y me llevaron lejos, tan lejos en el tiempo que imágenes de mi infancia se volvieron vívidas.

Recorrí el patio de baldosas ásperas, hasta llegar al lavadero, debajo de la tercera escalera. La pileta con su frente inclinado para fregar. Las sábanas desplegadas al sol en la terraza. El cuartito de planchado, adonde se alisaban y endurecían con almidón, aplicado con un trapito húmedo. El doblado magistral dejando el AA en el centro.

Corrí esa sábana y de repente mi entorno cambió. Me encontré bajo un techo de chapa al costado de la jaula de los cardenales y sus bateas de cerámica. Un espacio que alojaba el lavadero. Una mesa de madera, cuadrada, de patas fuertes que se destinaba al planchado y frente a ella la pileta de lavar con agua, en la que navega una lanchita a popó impulsada por una velita encendida.

Las sábanas desplegadas al sol en una soga que recorría todo el jardín, sobre el caminito de ladrillos con una caña larga que regulaba la altura.

Una caña larga que me hacía sentir alta cuando acercaba la soga a mi cabeza y me volvía pequeña cuando ni los saltos que daba me permitían tocar la ropa.

Quiero saltar alto, volver a intentar tocar las sábanas que se despliegan al sol.

Ostentan un holograma diferente. Estas dicen BF.

Vuelvo a mi habitación con la montaña de sábanas desplegadas. Las acaricio y miro con detenimiento. Las leo.

Las primeras, las del AA me vienen bien, coinciden con mi realidad. Pero las ¿BF?
Las veo, las pienso. BF.

En un ejercicio mental se hizo la luz.
Claro que sí, me vienen bien. Hoy las bautizo BF. ¡Boludita Feliz!

Sentada en el piso decido.

Elijo ese holograma y me caso con los dos. AA y BF.

Elijo revivirlas y cobijarme con ellas para seguir sintiendo y disfrutar vivencias atesoradas en espacios del ropero que ni el paso de las estaciones podrá alterar.

myrtita