sábado, 10 de enero de 2009

Ese espacio tan nuestro

El pronóstico del tiempo auguraba lluvias y tormentas para la mañana del jueves, por lo que la jornada de playa del día siguiente aparecía como dudosa cuando nos despedimos.
La buscada tempranera debería ser confirmada de acuerdo a la certeza o no de lo que se vaticinaba.
Amaneció nublado, fresca la mañanita, pero sin agua a la vista. ¿Porqué desperdiciar el día?
Sin pereza decidimos que unas nubes negras y copiosas no eran razón suficiente para cambiar la rutina que nos habíamos impuesto para estas vacaciones, y partimos rumbo a la playa.
Nos ubicamos allá, lejos, casi al pie del faro. En nuestro lugar, ya que cada de las habituales concurrentes ha ido colonizando un pedacito de ese espacio. Las ubicaciones, de manera tácita se respetan, a lo sumo, se comparten previo pedido de autorización para aglutinarse.
La mañana estaba tranquila, el río estaba tranquilo, el sol no despertaba o buscaba quedar protegido tras los nubarrones negros y copiosos.
La pileta de la playa se veía despejada. Las chicas parecían haberse licenciado con el permiso del sol que se resistía a asomar.
De repente, la música empezó a sonar y el aire se llenó de ondas. El río sonrió buscando la complicidad del sol y la playa se convirtió en un lugar con magia.
No se de dónde, pero ellas aparecieron por decenas y en rápidos movimientos se adentraron a la pileta.
No les importaba la falta de sol, ni la baja temperatura del agua. La música las estaba convocando.
Nunca he sido de vanguardia en estas situaciones, pero la música seducía, la buena onda contagiaba.
Dejé mi lugar allá lejos, casi al pie del faro y tímidamente me animé a acercarme.
Con decisión me sumergí en las aguas. En un santiamén estuve dentro de ese grupo de mujeres que se balanceaban al son de la música.
Energías. Tanto que se habla de las energías, y en ese momento las sentí como un imán irresistible que me invitaba a ser parte.
Comencé el baile sin perder la mirada de la guía que desde el borde de la pileta impartía instrucciones.
Pasitos a derecha, a izquierda. Arriba, abajo. Con un brazo, con el otro. A mover las caderas, bambolear los pectorales.
Las carcajadas emanaban de la pileta al ritmo de esa música latina que nos invitaba a cantarla.
Movimientos armónicos, sincronizadas, remolinos de agua, voces que se elevaban en las letras de las canciones. Relax.
La playa era nuestra. La pileta era nuestra. El espacio era nuestro, tan nuestro que todo lo que nos preocupaba antes de caer al agua se había ahogado por arte de magia.
Decenas de mujeres. Flacas, gordas, viejas, jóvenes, casadas, viudas, solteras, separadas, con bikinis, con enterizas, rubias, morochas y coloradas, con capelinas, con gorros, con cabezas al sol.
Todas distintas y todas iguales.
Las canciones se sucedían sin tregua. Pero la energía era grande y el cansancio no se sentía.
Debía seguir a la guía porque mi destreza no era buena.
Nunca antes me había animado a ser parte. Porque el agua estaba fría, porque no sabía bailar, porque me mirarían, o simplemente porque no me animaba o porque no me lo permitía. Excusas y más excusas que en ese momento siendo parte se me antojaban tontas.
Desde adentro, miraba a las que seguían con sus novelas en los sillones más allá del borde de la pileta.
Miraba a las que seguían con los dedos el ritmo de la música sentadas más allá.
Miraba a las que miraban sin atreverse a entrar.
Las miraba desde adentro como me hubiera podido ver a mi misma un par de días antes.
Debía seguir a la guía, pero no podía abstraerme de algunas charlas que se daban en el cambio de una canción a otra.
- Hice tantas cosas antes de llegar.
- Estaban los pintores en casa, tenía que mover los muebles, y me daba cosa dejar a mi marido…
- Anoche recibimos el año con la gente de gimnasia.
- ¡Que ricas pizzas, con mucho queso y cerveza! Me encantan, pero al otro día el hígado acusa…
Que me importaban esos menesteres si la música me transportaba.
No quería perder a la guía. Debía girar, avanzar, agacharme.
No tenía tiempo de charlar. Postergaría el diálogo para después del relax.
Alguien preguntó la hora. Ya conocía los momentos de la clase. Ya sabía que ese encanto en breves minutos acabaría.
Saldríamos del agua. Volveríamos a ser todas diferentes.
Cada una ocuparía ese lugar tácitamente colonizado. Volvería a su novela, a la charla con amigas, al comentario de la clase. Volvería a su realidad con una sensación diferente. Volvería a su realidad, quizás con una sensación de plenitud, de haberse dado tiempo, de haberse dado un gusto. Con la sensación de haber construido por un rato ese espacio tan nuestro.
Myrtita

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