viernes, 23 de mayo de 2008

El desenlace….Capítulo 2

El malestar familiar iba creciendo.
La cocina se estaba convirtiendo en un elemento en desuso, casi decorativo. Mi ayudante reinaba allí.
- Myrta, (ya no Myrtita),… ¡Comprá veneno para ratas y terminemos de una vez por todas con esta situación…
Pero resultaba casi imposible disociar las tiernas imágenes atesoradas en mi infancia y ponerlas en situación en la realidad de un adulto.
Nunca podría hacerlo. Nunca mataría una rata, laucha, ratón, ni grillo. Esta acción atentaba contra mis más arraigadas convicciones.
Así pase de largo una y otra vez frente a la góndola del supermercado en la que se exhibían variedades de cebos para roedores.
Hasta que un día, mientras me debatía ante la compra, fui conminada a optar por uno y a cargarlo en mi chango de la provista semanal.
Un cebo que provocaría la implosión de mi ayudante invisible.
Desaparecería de este mundo de la misma manera en que había llegado, silenciosa, y mágicamente hasta desecarse completamente sin dejar rastros de su ser.
El crimen sería perfecto. Pero yo no lo ejecutaría.
Así el triguito tóxico comprado bajo presión, se mantuvo en su caja por varios días, y ante mi fuerte resistencia, el esposo decidió a tomar un rol activo en el asunto. Alimentaría a este ser colaborador y silencioso hasta su desaparición.
Siguiendo al pie de la letra las instrucciones, no sólo del paquete, sino también de los múltiples exterminadores de roedores, comenzó el proceso de aniquilación.
Nada de tocar el triguito con la mano, porque si el roedor siente olor a humano, no lo consume. Poca cantidad de granos para regular la dosis. Chequeo diario del consumo, y varios ítems más para considerar, entre los que figuraba colocar lejos del alcance de los niños y de la demás fauna hogareña.
Lo más recomendado era ubicar el cebo debajo de la cocina, justo ahí, donde desarrollaba noche tras noche su tarea colaborativa, anulando definitivamente el uso del horno.
Aquel miércoles, el apremio de la situación me llevó al descuido. Las pizzas serían la cena, en una necesidad de salir rápido del paso y saciar el hambre de la familia.
Encendí el horno, acomodé las pizzas en las pizzeras, y cuando la temperatura fue la adecuada, la muzzarella y la calabresa adentro.
¿Cómo podía acordarme de mi ayudante, de los triguitos y del proceso desencadenado cuando la demanda por una pronta comida era acuciante?
Prioridades fue lo que indicó mi mente.
Precisamente, tras el cierre de la puerta del horno, comenzó la debacle.
Un crujir, desde adentro fue la primera alerta. Ese ruido, no era precisamente el del crepitar de la masa de la pizza.
Agudicé mi oído y un rasguido persistente, desesperado, provenía del fondo del horno.
Despejé mi mente y la tierna imagen de mi ratoncito muriendo entre las llamas como Juana de Arco, sin más culpas que su reincidencia laboral, atribuló mi mente y desencadenó mis gritos de histeria pidiendo ayuda.
Cual habrá sido el tono estrepitoso y lastimero de mi voz, que toda la familia se tiró escaleras abajo para descubrir la razón de mi no razón.
Sólo atinaba a pedir que apagaran el horno, que lo enfriaran, que rescataran a ese minúsculo ser que ardía.
Así lo hicieron.
Apagaron el fuego, abrieron el horno, quitaron las pizzas, levantaron la tapa del horno y encendieron una linterna para llegar al corazón del hecho, mientras presa de horror y pánico presenciaba este accionar desde lo alto de una silla, impartiendo instrucciones concretas para el salvataje.
Ahí, en el fondo del piso, debajo del horno, debajo de la cocina, estaba el meollo.
Su trabajo paciente y constante de limpieza, se reflejaba bajo la tenue luz de la linterna.
Pero mi convicción de que nada sería gratis, también estaba ahí.
El cobro de su trabajo estaba en especias. En comida de mis perros, acumulada probablemente a la espera del nacimiento de su cría como actitud precavida de una buena madre, o padre quizas.
Pero de mi ayudante, ni rastros. Se había esfumado. De su presencia nada… Misterio y silencio total, dejando de mí, ante mi familia una imagen de persona trastornada.
Una nueva limpieza del espacio. Y la preparación de la cena se reanudó sin más novedades.
Así continuaron los días, con presencia y sin vista, hasta el día en que me ausenté del hogar, en una de esas escapadas que me reservaba la vida.
La noticia me llegó por teléfono.
Mi ayudante había sobrevivido a los triguitos, a pesar del instructivo preciso, pero en un descuido, no pudo sobrevivir a las fauces de mis canes, y terminó entre los dientes de una de mis mascotas…
Gran alivio y a la vez pesar me causó su desaparición. Contradicciones de la vida, Sentimientos encontrados. Una sucia rata, un tierno ratoncito.
Una desaparición a la distancia, sin contacto con la muerte.
No obstante, al regreso, en plena consciencia de su desaparición definitiva, seguía convencida de que su quehacer no había sido gratuito, aún sin tener pruebas de ello.
Y fue aquel día en que el limpiador de pisos se derramó en la alacena, ahí, en la cocina, justo abajo del desagüe de la pileta, que verifiqué mi convicción.
- ¡Nadie tiene cuidado de nada en esta casa!!!
Aun me escucho gritar… y acudiendo a mi exasperado pedido de colaboración siento…
-Myrtita… mirá, acá está la factura de tu silencioso colaborador!!!
El desagüe de la cocina… abierto, comido como el túnel de escape de una cárcel de extrema seguridad.
Mi ayudante silencioso de las noches finalmente cobraba su colaboración. Nada es gratuito… Su trabajo no fue gratuito
Myrtita

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