sábado, 27 de septiembre de 2008

La fiesta del consorcio

Corría 1991. Yo ya era parte de una familia tipo, tipo nada, o quizás tipo una de esas familias que transcurrían sus días atrás de las sesenta y tres puertas de aquel consorcio.
Día a día nos cruzábamos en el ascensor, en los pasillos, en la puerta. Nos dedicábamos un corto saludo y seguíamos nuestro camino.
No había tiempo para más.
Era un consorcio grande, variadito diría. De propietarios e inquilinos. De abuelos y estudiantes. De familias comunes y no tan comunes.
Sin conocer las realidades que se escondían en esos nichos, ciertos datos se filtraban. El portero siempre alerta, dejaba escapar algunos indicios en los saludos matinales, mientras batía con la escoba el polvo del palier.
Que la del segundo B, que los del cuarto con la basura, que los nuevos del noveno, que las expensas en el quinto …
Estos comentarios iban despertando en mí una intriga social. ¿Quiénes estaban detrás de esas puertas ciegas?
En mi mente se acuñaba una idea…
El consorcio debía encontrarse. Conocerse. Intercambiar algo más que ese obligado saludo.
Mi idea no era la unión de todos en una formal reunión de consorcio, interminable en la que nadie se ponía de acuerdo, y terminaban de los pelos al darse cuenta de que se les había escapado la siesta en una discusión inútil.
Quería reunirlos. Que se conocieran. Que se dieran tiempo para la charla. Quería la socialización del consorcio.
Al exponer mi idea en la familia chica, obtuve mi primer, y no último “¡Estás loca!”. Esta frase se repitió en un círculo ligeramente ampliado, pero no amedrentó mi idea, que a esta altura ya se había convertido en un firme propósito.
Reuniría al consorcio en un encuentro social.
Debía pensar seriamente la forma de hacerlo. Sin costos, ya que habíamos ricos, medianos y casi secos. Realidades de uno, dos y tres dormitorios.
El lugar, la terraza, el techo en común de nuestros hogares. Nada de salones de uso múltiple, ni de quinchos comunitarios. Esos espacios eran inexistentes en aquella época, al menos en nuestro edificio, y casi diría en la ciudad.
La terraza funcionaría bien, por supuesto si el Señor nos procuraba una noche templada de estrellas y luna. En caso de lluvia debería posponerla.
El menú, sería a la canasta. Obviamente por esa cuestión de diversidad. Cada uno debería llevar su comida, que se pondría sobre una mesa para compartir con los prójimos más próximos.
La bebida también así. Cada uno aportaría lo que más le apeteciera beber.
Básicamente la estructura organizativa sería esa.
La fiesta estaba gestándose, pero era demasiado para una sola organizadora. Necesitaba aliados, esos delirantes que nunca faltan, que siempre aparecen y que aceptan mis delirios.
Mi vecina del 7° sería mi aliada.
Faltaba decidir la forma de convocarlos, por lo que me aboqué al diseño de primorosas tarjetitas en las que brevemente daba las razones de la propuesta, y los invitaba a pasar por nuestro departamento, con el sólo fin de confirmar su presencia, definir cantidad de personas y conocer con qué parte de la infraestructura colaborarían. A saber, sillas, tablones, heladeras de camping para acopiar la bebida, etc.
Todo cerraba perfecto. El 8°D sería un punto clave en esta etapa de la gestión.
Todo cerraba perfecto hasta que comenzó la movida.
El primer detalle es que yo no estaba casi nunca en casa, por lo que los registros de invitados debían ser anotados por el o la que estuviera en ese momento en mi hogar. Léase el señor esposo, quien no había sido desde el vamos el más ferviente defensor de esta idea.
El horario de registros, no había sido acotado, ni tampoco establecido de manera adecuada, por lo que los vecinos caían en el momento en que les resultaba más favorable. Por ejemplo a la siesta, a la media noche, los domingos al alba.
Pero nada es para siempre, y todo se supera. Pasamos, no sin ligeras tormentas familiares esta etapa de la organización.
Apareció el empresario y su familia, el afinador de pianos, los estudiantes del quinto, la separada del sexto, la modista, el abogado corrupto, el doctor, las familias tipo, la que practicaba el control del dolor, el viudo, la que recién había vuelto de su internación en un neuropsiquiátrico y le daba explicaciones de vida a mi esposo mientras se anotaba para participar.
Una mega diversidad humana.
Creo que de los sesenta y tres departamentos, cincuenta y ocho se anotaron.
Mi convocatoria tenía respuesta. La movida era cada vez mayor. Se cruzaban en los pasillos, se saludaban con sonrisas. El portero llevaba y traía opiniones, agregando un nuevo tema a su larga lista de comunicaciones diarias.
Y llegó el esperado momento, aquella noche de un viernes de noviembre.
La tarde ya nos convocaba. El ascensor no tenía descanso. Que sillas, que mesas, que heladeras. Mudanzas, con un único destino. La terraza.
El consorcio estaba de fiesta.
A las veintiuna horas comenzaron a llegar con sus canastas. Se ubicaban sin orden establecido. Se mezclaban los pisos y las condiciones sociales.
Allí en la terraza la diversidad se juntó. Se distendió.
No hubo baile. Sí música de fondo, pero la música que más me gustó fue la de las risas la de las charlas a viva voz.
Mi delirio se había realizado. Estaba contenta. Tomaba distancia y los miraba, y al rato me metía en la fiesta y era parte activa de esa diversidad.
Hoy recuerdo el evento con una sonrisa, sin saber si podría embarcarme nuevamente en algo semejante.
Pero esa noche pude y me di el gusto.
Por un rato las sesenta y tres puertas ciegas se abrieron, mostraron su humanidad, igualaron sus diferencias. La alegría fue protagonista.
La noche terminó.
Los saludos volvieron a ser cortos, rápidos, aunque diferentes. En cada hola, buen día o adiós se filtraba una sonrisa, como un sello de que ése había sido parte de la fiesta del consorcio.
Myrtita

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola amiga. Abro mi correo y el 'cucuqui´(así le digo yo)del sábado, presente. Buenísimo. Me trasladó al pasado, a la 'buena vecindad', no precisamente la del Chavo sino la de la calle Corrientes. Tu vecindad y aquellos queribles integrantes: el Lelo Bonel, Federico y otros. La 'Pelopincho del balcón', y aquellos trasnochados encuentros del viernes al sábado, o del sábado al domingo. El café batido por la 'esposa' o el 'espo', y contarnos mutuamente hasta el desmayo. Bonito, bonito.
El desfile de consorcistas que relataste, despierta interés. Tal vez puedan ser parte de un próximo 'cucucuqui',¿no?
Abrazo. Sandra.

Anónimo dijo...

pense que se venia algo de fede y maru,,
pensalo vieji!

piluqui