domingo, 24 de agosto de 2008

Culeca out

La noticia detono en mis oídos a través de esa llamada telefónica.
La culeca ya no estaba entre nosotros. Los huevos adolecerían del tibio calor de sus plumas para llegar a buen término.
Y yo tenía que ver con ese trágico final.
Cómo explicar mi inocencia, si todo apuntaba a mis canes.
La llamada llegó, en el momento menos oportuno. Ya salía de casa, con una premura impostergable.
Cómo dar sosiego a la alterada verborragia de mi vecina del fondo, si mi tiempo era inexistente.
El tapial divisor de nuestras propiedades, nunca fue un tema de alta prioridad, en nuestra agenda de propietarios.
A lo lejos, detrás de esa improvisada cerca, una imagen rural se desarrollaba en el corazón de la ciudad. Gallinas, pollitos, patos, gansos, huerta, igualito que en el campo, pero en el medio de la urbanidad. A los fondos de mi fondo, en un escenario maravilloso que se apreciaba desde mi balcón, actuaban para mí, mañana tras mañana con sus graznidos y cacareos.
Todo era paz y armonía. Casi un paraíso, agreste, sin límites físicos. Ni alambres de gallineros ni tapiales, sólo aquellos límites que imponían las buenas costumbres y el respeto a la propiedad privada.
Pero nada es para siempre, y esa natural armonía comenzó a cambiar con la llegada al mundo de mis canes, que se convirtieron en los nuevos dueños y moradores del jardín.
Los límites de principios eran invisibles a su esencia. El cacarear de las gallinas los atraía sobremanera.
Eran cachorros. No sabían de gallos, de pollitos, de gallinas, de gansos ni de plumas. Sólo contemplaban esos seres, casi molestos, a través de esa improvisada valla.
Los cachorros crecieron y las plumas de las gallinas también.
Fue entonces que ocurrió ese primer encuentro, cuando alertada por el viejo Juan, que limpiaba de malos yuyos el fondo de mi vecina del fondo, me encontré con la blanquita, que paseaba orondamente por mi jardín aquella calurosa tarde de verano.
Con presteza acudí a su rescate, poniendo en cautiverio temporal a mi jauría.
Con un chorro débil de agua, emanando de la manguera, y con el aleteo de los brazos del viejo Juan, logramos encauzar la marcha de la blanquita, nuevamente a su hogar, a reparo tras la valla.
Pero nada pasa dos veces igual. Por eso esta historia comienza con una llamada.
La culeca saltó la tapia, pero ni Myrtita ni el viejo Juan, la vieron esa mañana.
Al recomponer la situación entiendo que la culeca nos visitó, y que sí, la recibieron los moradores del jardín, mis perros.
Sólo un desparramo de plumas, sobre el intenso verde del césped, señalaba su pasada malograda.
La cola entre las patas de los anfitriones, y aquellos plumines escapando entre sus dientitos, aparecían como pruebas más elocuentes.
Y ahí estaba yo, con el teléfono en la mano, mientras mi vecina del fondo ensayaba un monólogo poco amigable.
Las imágenes de lo ocurrido se me disparaban al son de su melodiosa voz.

Se me hacía difícil defender lo indefendible. Cómo esgrimir argumentos para aquella difícil defensa.
El crimen era más que obvio, y mi silencio más que oportuno. Lo que menos debía hacer era sumar razones a la ofuscación de mi vecina.
Debía aplacar su ánimo, o me condenaría a la incubación de los huérfanos huevecillos, hasta su eclosión y alumbramiento.
De pronto la imagen salvadora: Sansón, el morocho doberman morador del jardín de mi vecina de al lado. Un jardín también sin límites físicos con nuestro fondo y un perro amigo.
Así esgrimí el alegato de defensa en aquella comunicación….
- Es cierto, en el jardín había plumas. Imposible negarlo, pero señora, ¿adónde estaban las plumas? ¿En su jardín o en el mío? ¿Quién trasgredió los límites? ¿Los perros o la culeca?
Su silencio me dio pie para continuar.
- Y cuidado, porque no todo es como parece. Las plumas son evidencias, las plumas vuelan en mi jardín, pero los huesos, descansan… al lado de Sansón.
Solo un click fue la respuesta… La culeca estaba out. Ya no estaba entre nosotros.
Myrtita

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