sábado, 12 de noviembre de 2011

Mi muro verde vivo

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que los tachos de pintura, la brocha y la escalera habían abandonado el pasillo que conduce al jardín tras dejar las paredes limpias y luminosas? No lo recuerdo, pero tengo la certeza de que no había sido mucho cuando un tímido vástago se estiró sobre la pared limpia y luminosa invadiendo mi propiedad. Provenía del estrecho y largo pasillo del vecino. Mi espíritu prolijito tembló al descubrirlo agarrado con fuerza a mi pared que estrenaba la pintura.

¿Cortarlo de cuajo? ¿No dejarlo avanzar? ¿O hacer la vista gorda y permitirle entrar y crecer libremente?

La curiosidad primó. La intriga de su forma, el querer saber hacia dónde se iba a dirigir y la velocidad con que crecería, evitaron el corte drástico y terminante.

Al evaluar las consecuencias de esa licencia consideré que el daño no sería grande y probablemente tampoco su permanencia fuera prolongada ya que la pared estaba recién pintada y había que protegerla.

Día a día abría la puerta al jardín para descubrir su avance sobre la pared limpia y luminosa. Día a día lo veía crecer en la más plena libertad, bajaba, subía y hasta doblaba superando el ancho del pasillo para tapizar otros muros. Con esos avances me fui haciendo, poco a poco, a la idea de que mi pared se fuera convirtiendo en una pared de esas casas victorianas con muros vestidos. Poco a poco me fui imaginando la posibilidad de abrir la ventana que da al pasillo y enfrentarme al verde, a una pared viva, al cambio de paisaje con el cambio del color de las hojas en las diferentes estaciones, ya que la morfología del vástago intrusado había quedado al descubierto demostrando que era una parra de la virgen, de hojas caducas que incluía un intenso color ocre en el otoño antes de caer.

Ya no me importaban las alimañas que podrían resguardarse en ella. Tampoco me importaba la suciedad que provocaría la caída de sus hojas con el frío del invierno. Casi me sentía la reina Victoria en su palacio de paredes verdes tapizadas de vida.

La parrita crecía sin límites ni caminos forzados. Las guías hacia la pared principal se mostraban perezosas ante mi ansiedad. Las guías que se disparaban hacia lo alto corrían día a día con pasos agigantados y se entrecruzaban sin ninguna lógica.

El otoño me sorprendió sin que las hojas llegaran al destello del rojo violento.

El invierno se llevó sus hojas que barrí pacientemente.

El estallido de su porte se daría con la energía de la primavera y con buenas lluvias, en el verano mi ilusión del muro vestido sería realidad.

En cada camino buscaba paredes con hojas, buscaba la imagen que sería mía en un tiempo cercano, la casa victoriana, de paredes vivas. Plenamente convencida de que eso era una meta aún con la idea de convivir con alimañas colonizadoras del muro.

Aquel día volví de noche. Era parte de mi rutina cerrar la puerta del pasillo.

Una guía con hojas apareció en el marco de la puerta como intentando filtrarse al interior del living. Con ese indicio entendí que la invasión tomaba demasiadas alas para mi gusto, pero era de noche y estaba cansada. La corrí lo suficiente como para poder cerrar y cuando la luz del día me permitiera ver más claramente su situación tomaría una decisión drástica o acotaría su libertad conduciéndola hacia la otra pared.

Amaneció. El abrir la puerta del pasillo estaba entre mis tareas matinales.

Hojas en el suelo no se condecían con la estación del año. Era primavera. Levanté la vista buscando el verde de las hojas en mi pared con vida y mi ilusión se desvaneció. Hojas agónicas colgaban de las paredes. Hojas mustias tapizaban el suelo. Mi pared victoriana estaba más muerta que la reina. Mi coronación se frustró abruptamente. Las tijeras de la poda habían triunfado.

La invasión vecinal había terminado.

Las paredes limpias y brillantes retomaban el color del látex pero con las huellas marcadas de un sueño arraigado que despertó antes de ser mi muro verde vivo.

Myrtita

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