domingo, 29 de marzo de 2009

Capítulo 5 - Las rutinas del 8°

Bonel amanecía temprano, una costumbre probablemente nacida en su vocación militar.
Después de un buen desayuno, repasaba su agenda y se aprestaba para la calle.
Todas las mañanas, portafolio en mano, salía del edificio para cumplir con diligencias en el centro.
En la esquina, todas las mañanas, a la misma hora, tomaba el colectivo rojo. Era su medio de transporte. Así, llegaba a la plaza, y decidía su rumbo.
Todos los días, de lunes a sábado. Con lluvia o sin lluvia, con frío o calor, él salía.
Todos los días existía una razón para este paseo, y si no existía, durante la tarde o la noche, la dibuja para que a la mañana ya fuera la causa justa para la partida.
Todos los días, escribía a mano, una prolija lista de mandados y así evitaba que algo se escapara de la agenda. Que ir al banco, que comprar fruta, que la birome que ya no funcionaba, que la oferta de las remeras. Cualquier cosa. Todas las cosas, ahí, enumeradas en aquel trozo de papel, que chequeaba a su regreso para cerciorarse de que todo estuviera cumplido, antes de hacerlo un bollo y tirarlo al tacho.
Su regreso también tenía hora. No más allá de las once, el colectivo rojo, lo devolvía en la esquina.
No más allá de las once, porque los preparados en la cocina le llevaban una hora, para arribar justo al medio día.
Su menú no era de chef internacional, pero se defendía. La vida lo había llevado tarde, a aprender a defenderse en ese arte culinario, que hasta no hacía mucho era el reino de su querida esposa.
Las infaltables costeletas cuyos huesos compartía con el ovejero alemán del médico de la vuelta. La rutina había hecho que pasadas las doce horas, este bicho aguardara sentado, en el fondo, con la vista en el octavo, desde donde los huesos se disparaban en caída libre como palomitas en picada. La experiencia adquirida por el can para recepcionarlos, ya lo liberaba de los choques en la cabeza, y realmente disfrutaba de estos manjares llegados desde el cielo.
La carta de Bonel, incluía pescado, picles, papas fritas, fideos y esa salsa roja con carne picada que preparaba de manera abundante, como para tirar toda la semana.
Quizás el tiempo que ha pasado, haya hecho que otros platos se escapen de esta lista de especialidades. Los que enumero evidentemente han condimentado mi vida, de manera especial, de manera pintoresca, como para no olvidarme nunca más en mi existencia.
Su rutina seguía con las siestas, dedicadas para El Clarín, mientras cabeceaba, sentado frente a la mesa redonda.
Las tardes para la televisión corrida y la claringrilla,
La hora de los noticieros, que miraba con interés, para mantenerse siempre actualizado, marcaba la previa para el momento más esperado del día.
Todas las tardecitas hacer un alto en el 8°F se había convertido, decididamente en una rutina. La inasistencia no tenía justificación.
Nadie en el fondo volvía a su hogar, sin hacer un alto en la casa de Bonel.
Allí, sentado frente a su televisor, con el turbo apostado en la puerta, que nunca se cerraba, Bonel miraba su reloj, esperando nuestro regreso.
Generalmente era la primera en llegar. Al ratito caía Federico, que tras dejar sus carpetas se sumaba a la rueda, y se enfrascaba en la sección deportes del Clarín, para ver que pasaba con su querido “Boquita”.
El fútbol era el eje de sus diálogos, los goles del fin de semana, los pases de los jugadores, el descenso, el ascenso. El PRODE y los aciertos.
Así departían los hombres mientras yo devolvía las llamadas telefónicas del día.
El último en arribar, siempre era el esposo, que debía realizar esta escala forzosa para rescatarme e invitarme a cocinar, no sin antes intercambiar los periódicos con Bonel.
Charla más, charla menos, nos despedíamos.
Las puertas se cerraban.
El fondo del octavo piso se silenciaba.
La rutina del octavo terminaba así aunque la luz de la puerta del 8°F siguiera encendida.
Myrtita

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