sábado, 19 de julio de 2008

Eterna juventud

El ruido de la lata de ruleros contra el piso, y esos tubitos de colores escapando por doquier, me sacaron de mi abstracción.
Ahí, frente al espejo, enredaba mis lanas sin pensar, mientras esperaba mi turno.
Era mi mañana libre. La belleza sería prioridad en ese hueco que mostraba mi agenda. La belleza o el masoquismo.
Que el corte, que el color, que la depilación, que las lolas, que el botox…. que todas esas prácticas que ha ido imponiendo la civilización con el fin de enmascarar la naturaleza, el tiempo, y convertir en bella la bestia, en una mutación no siempre placentera.
¡Qué temas! ¡Que patrones de belleza!
Metros y metros de piel descartados después de un estiramiento.
Kilos de botox, para rellenar arrugas y surcos que se profundizan con la acumulación de experiencias.
Siliconas o medusas de formas esféricas que se meten delante del corazón, para levantar aquello que se escurrió en la maternidad. Las medidas más diversas, minúsculas de golf, una discreta ball de tenis, una ostentosa pelota de hándbol o una exuberante número cinco, dan ese nuevo look sensual a los ojos de algunos.
Depilaciones más o menos definitivas, que eliminan pelos de raíz como cardos con la azada, para dar el toque femenino.
¡Cuántas prácticas! ¡Que efectos! Todas con un mismo fin, la eterna juventud, aquella juventud del País Del Nunca Jamás de Peter Pan. Ninguna sin costo, Ninguna sin dolor. Y ahí mi inquietud, o mi duda ¿Belleza o masoquismo? No lo veo para mí.
La lata y los ruleros, me vuelven a la realidad, a la peluquería y al porqué de mi presencia.
Nuevamente mi cabeza se abstrae.
Cuando sea grande, voy a lucir una cabeza blanca como la de mis abuelas, platinada como la de una de ellas o natural como la de la otra. No estaba decidida.
Las hebras blancas aparecieron con precocidad entre las hebras castañas, de manera homogénea, dándole a mi cabeza destellos de luz. No me incomodaban, casi me gustaban. Reemplazaban esas iluminaciones forzosas.
Todo iba bien, hasta que la televisión, comenzó a difundir esas pinturas mágicas, fáciles de aplicar, duraderas o esporádicas, según la conveniencia de la amplia y variada demanda femenina, que tras su paso la juventud eterna aparecía.
Me resistí a su uso, todo lo que pude. Yo quería la cabeza blanca. Pero blanca era sinónimo de vejez.
¿Cómo lucir vieja, al lado de un galán, mas allá, de que el tiempo también sembrara en su testa profusas hebras plateadas?
Sociedad. Sociedad que marca diferencias. Principios. Prejuicios. Tendencias.
En la mujer las canas son un símbolo de vejez.
Los hombres están habilitados a lucir, y casi diría ostentar las canas como símbolo de madurez, de experiencia. Y si las canas aparecen en las patillas, tanto mejor. Los convierten en un sex symbol, irresistible.
El social, no podes dejarte las canas, me fue taladrando.
Así claudiqué, y me sometí por primera vez a las pinturitas caseras, que fueron dando lugar a formas más refinadas y profesionales creando, por mi esencia femenina, una nueva obligación en mi agenda. Obligación a cubrir en mis tiempos libres, transformándolos en tiempos ocupados, ocupados por cosas de ellas.
Vuelvo a mi posición frente al espejo, mientras la radio intenta superar con su canto el ruido que provocan los secadores y el parloteo incesante de mujeres que se cruzan en sus diálogos.
Levanto mi vista del tejido, y a través del espejo, veo aquellas que no dialogan, y prefieren la actualización literaria. Aprovechan los minutos que demanda su permanencia para ponerse al tanto con todas las modas, el mundo de la farándula, quintos casamientos, nuevos hijos, divorcios, peleas, reconciliaciones, prácticas de belleza. Devoran revistas que fuera de este mundillo no se permiten, porque fuera de aquí, a ninguna le interesa eso, porque ser cholula no se asume en cualquier parte. Acá en el paraíso de ellas, esas noticias suculentas, están disponibles todas, allá, en aquella mesita baja.
Vuelvo a mis agujas, cuando el despliegue de una bata oculta mis lanas, sin aviso ni pedido de permiso la práctica del color comienza, es mi turno.
El peine se clava en mi cabeza. El olor acido y penetrante de la tintura ya se siente. El pincel corre por mi cabeza, y el color chorrea mi sien. Por favor, crema, que después la marca no sale, me animo a decir. Aceptan mi sugerencia, aunque sin incorporarla a su rutina.
Listo, la pintada ya está. La pintora se muda a otra cabeza.
Al rato reaparece con la gorra en su mano. Contra cualquier principio de lógica y sentido común, siento que la coloca a contrapelo. Mi cara se desfigura, imaginando el placer de sentir la resistencia que ofrecerá mi cabellera para asomar como mechitas.
La aguja de crochet ya se clava en mi cuero cabelludo. La siento, y siento el enredo de las mechas debajo de la gorra plástica cuando la aguja las engancha e intenta sacarlas a contrapelo, siguiendo una prolija grilla de puntos , que dará a mi cabeza la luz suficiente y necesaria.
Hay poca gente. Otra colaboradora ataca por el lado izquierdo. Mi mente quiere prepararse para el dolor. A cuatro manos sobre mi cabeza, no sé por dónde me atacan.
Intento retomar el tejido, rescatándolo de abajo del poncho. Quiero concentrarme. No pensar, no sentir. Todo sea por la belleza. Por la juventud.
Miro hacia el costado a través del espejo. Veo largas mechas colocadas prolijas sobre el dresoir. Se las pegan en la cabeza de mi vecina. Extensiones le llaman. El crecimiento espontáneo.
A la derecha, la vecina de la otra cuadra, debajo de un color rojizo de moda.
Para otra, más antigua, los ruleros. Otra bajo la tijera renovando su look. Otra con vapor hidratando sus ideas. Pinturas de uña y el sol pleno a la piel. Bellezas.
Ahora el cepillo para mí. Las mechas que emergieron de la gorra deben soltarse antes de ser sometidas al amoníaco que les quitará su color, mientras me impregne su olor.
Un despertador marcará el tiempo suficiente para el cambio.
Reemplazo mi tejido por un nuevo capítulo de mi novela, para no caer en el aburrimiento de la espera.
Ya suena la alarma. Me conducen hacia la pileta. Es el tiempo del lavado. Vamos a la pileta. Mi cabeza imagina el suave enjuague.
El agua fría del chorro me vuelve a la realidad. De repente el agua hierve y me sobresalta. La imagen de pelar chanchos, me saca una sonrisa. La chancha soy yo.
El chorro frío del shampoo, me toca la cabeza, y siento los dedos de la lavadora de cabezas, que se clavan intentando llegar a mis sesos. Nada es suave. Nada es placentero, aún pudiendo serlo. No entiendo, más no me manifiesto. Cierro mis ojos y lo pienso lindo. Ya va a pasar. Todo sea por la juventud.
Listo. Al secador. Me resisto de nuevo al calor y al viento. Pero mis argumentos no son tenidos en cuenta. Un secado rápido va a ser mejor.
A cuatro manos. Otra asistente nos ayuda.
Mi paciencia está en el límite. Me quiero ir.
La puerta se abre y se cierra a cada rato. Mujeres que vienen. Mujeres que van.
Las transformaciones están en marcha.
Las escobas de las brujas que entraron, esperan estacionadas detrás de la puerta.
En momentos las brujas serán princesas, las escobas serán carrozas, esporádicas.
En breve las carrozas serán calabazas, y las calabazas, escobas de nuevo, pero sólo para no perder la ocasión ni el privilegio de revivir, en otra jornada libre, esta sesión de belleza en aras de la eterna juventud.

Myrtita

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡SOIS UNA EXCELENTE CRONISTA!

BUENÍSIMO Y DIVERTIDO

¡¡¡FELIZ DÍA AMIGA!!!

ABRAZO / SANDRA

Anónimo dijo...

Respecto a tu reflexión sobre la “eterna juventud” debo decir (de nuevo!) que coincido absolutamente.
Pero de todos los ritos, modas o decisivas operaciones, hay un ritual del que no podemos escapar ya que no entra en la categoría de opcional y ése es: la depilación.
No es moda, ya que desde tiempo antes de que naciéramos ya se imponía.
No es opcional como el botox, el corte, el color, etc. Es una OBLIGACIÓN para no ser considerada una sucia y descuidada mujer o hasta una salvaje.
Ahora bien, yo me pregunto: ¿quién fue el primero/a que tuvo esta infeliz y dolorosa idea de que la mujer para lucir acicalada tenía que estar pelada? Si el hombre y la mujer son peludos por igual, por qué a la mujer no se le perdonan los vellos en las piernas, y ni qué decir de las axilas? ¿Será acaso una cuestión de intereses creados, de dinero hecho a costa nuestra, consumidoras obligadas de maquinitas, ceras y cremas depilatorias?
Es indudable que esto es también cultural, y entonces digo: ¡cómo me gustaría vivir como gitana o tal vez africana!-para no tener que soportar el castigo quincenal o semanal de la máquina maldita o la cera caliente que nos pela como a pollos.
Estoy segura de que esto fue inventado por un hombre al que ni por un segundo se le ocurrió pensar en el sufrimiento que este look traería aparejado.
Me gustaría agarrarlo a ése y depilarlo yo misma , a ver qué opinaba …
Pero en fin, así están las cosas y no podemos darnos el lujo de andar por ahí luciendo nuestros vellos como mujeres cavernícolas ¿no?
Aunque sé que en Europa hay países en que sus habitantes femeninas muestran todo lo que la madre natura les ha brindado. ¡Qué envidia me da!...Y si nos vamos para allá?
Gloria, enero 2009