sábado, 26 de julio de 2008

Capítulo 3 - El nuevo servicio telefónico

Aquella puerta, la del fondo del pasillo, ya no era anónima. Después de la presentación formal, tenía un dueño con cara, además de aquel nombre y apellido escrito en el pequeño papel introductorio.
El 21 82 77 circuló entre mis amistades como reguero de pólvora, y muy pronto, la línea se reactivó. Tomó vida, una vida vertiginosa y por demás sonora.
Mis jornadas de flamante esposa, comenzaban algunas veces con la limpieza del minúsculo departamento, aunque otras, la mayoría, lo confieso, me deparaban la calle desde temprano.
El trabajo, mi trabajo, por aquellos días era algo así como un hobby. La razón para darme los gustos, la platita extra, mi incursión social.
Salía temprano, con el esposo, y llegaba tarde, aunque no tan tarde como él. Lo suficientemente más temprano como para encender la luz del pasillo anunciando mi presencia hogareña.
A los pocos días de la presentación con Bonel, su generosa oferta telefónica empezó a ganar adictos.
El primer impacto lo tuve aquel atardecer, cuando al encender la luz de la puerta, me percaté de que ésta no estaba vacía. Desde la altura de mis ojos, hasta la línea de la cintura, aparecía decorada con prolijos papelitos pegados con cinta Scotch. Todos decían algo diferente, sin alejarse ninguno del mismo modelo. Una hora, un nombre y un recado, que en la mayoría de los casos decía “Llamar”.
¡Si! Mis amigas inauguraban el nuevo servicio de telefonía, con su amiga esposa con teléfono prestado, y todas ellas sin el menor reparo o prudencia. La nueva forma de comunicación les venía bien, les parecía adecuada y de lo más normal. No había razón para medirse ni inhibirse. De hecho, no lo hicieron.
¿Cómo no responder ante tanta demanda?
Fue así que en aquella primera vez, tímidamente me atreví a golpear la puerta del fondo, con la mano atestada de papelitos, que portaban llamadas a responder.
Una sonrisa y un simple “Te demandaron mucho esta tarde”, fue la bienvenida.
Un ligero “…y si, ¿puedo llamar?", mi introducción, mientras sorteaba la puerta accediendo a su invitación a pasar.
El teléfono estaba en la mesita redonda, al lado del sillón, debajo del cucú y a la derecha de la mesa redonda en la que desplegaba sus periódicos.
Entre llamada y llamada, nos volcábamos al diálogo.
Algunas llamadas se prolongaban más de lo prudente.
Él a mi lado, con su prudencia, se sumergía en su religiosa lectura del Clarín, aguardando con paciencia el momento para el intercambio de ideas, de opiniones, o el simple comentario de la noticia leída.
La práctica se hizo hábito. Aguardaba con alegría aquel momento del día. El tiempo de las devoluciones telefónicas. El momento del diálogo.
Nuestro vínculo crecía.
De a poco, los nombres de los papelitos fueron tomando formas humanas, y cada vez más familiares.
De a poquito iba entrando en mi vida.
El “Don Bonel, ¿está Myrtita?”, ya nada tenía que ver con aquel primer llamado formal.
El “¿Cómo anda?” de mis amigas, o de la familia, del otro lado del teléfono, lo animaba a la charla.
Sus horas se fueron haciendo menos menos largas. Su vida menos vacía, y porqué no decirlo, la mía de nueva esposa, adquiría un nuevo matiz.
¡Había ganado un abuelo!
Myrtita

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