Las cerdas del cepillo hurgaban debajo de la mesa, se colaban entre las
patas de la silla amarilla intentando atrapar hasta el último pelo de perro,
perdido en esas idas y venidas, en esas carreras locas por el jardín en intentos frustrados para atrapar al gato
colado del vecino.
Los objetos arrumbados debajo de la mesa, encastrados bajo sus patas
para no ser motivo de desorden se resistían a colaborar con la
limpieza asignada a la moderna escoba mutada en cepillo.
De repente, en un viraje violento del palo que comandaba al cepillo, un
ruido peculiar, ya vivido y en consecuencia familiar a mis sentidos me puso en
alerta.
El sol dormía ya que las nubes
habían decidido cobijarlo un rato más. No era noche, en el recinto se alcanzaba
a ver sin necesidad de encender las bombitas bajo consumo.
Con la alerta instaurada agudicé la vista. Ese ruido me había
movilizado, me era sumamente familiar y algo desencadenaba en mi interior.
La búsqueda de su origen tomaba fuerza.
Desplacé la pala, corrí la silla, separé objetos, cajas, bolsas y de
repente ante mis ojos quedó expuesta.
La evidencia.
El ruido familiar tuvo respuesta: cerámica desplazada sobre lajas.

El mango seccionado de una de mis cucharitas de cerámica blanca estaba
ahí. Fraccionado.
Una menos. Una baja silenciosa. Una fragmentación no delatada.
Decidí no tocarlo. El cepillo se encargó de desplazarlo suavemente
hasta colocarlo sobre la pala azul.
Ahí quedó yaciente al lado de la hoja sin savia, entre el manojo de
pelos cortos de los perros perdidos en sus corridas infructuosas.
Ahí quedó, cómo un desecho de suavidad y pureza.
Ahí quedó el indicio de un acto no revelado que se las trae.
Ahí quedó, por ahora, sólo la EVIDENCIA.
Myrtita