Las dimensiones del 8º G no superaban los cuarenta metros cuadrados.
El living-comedor-escritorio-estar concentraba la actividad social, laboral y de esparcimiento, alrededor de una rústica mesa, sobre un pequeño escritorio y con un sillón playero disimulado bajo un par de grandes almohadones rayados, desde el que mirábamos la tele instalada en el rincón opuesto.
La minúscula cocina de tres por no más de metro y medio debía albergar la cocina, la heladera y sin lugar a opción un lavarropas o una pileta de lavar. No había cabida para ambos. Ante la pileta o el lavarropas, la elección era más que obvia en estos tiempos modernos: el lavarropas.
Una única habitación provista con amplio placard y un juego clásico de dormitorio.
Un baño chiquito también, al que se accedía por un diminuto pasillo que multiplicaba sus bondades de comunicación con otro placard para contribuir al orden familiar.
El 8º G era pequeño. Tan pequeño como completito, aunque casi completito, ya que a todo lo descripto no se le sumaba balcón.
En consecuencia, el sol se veía desde atrás de los vidrios que daban al vacío, el aire se disfrutaba cuando corrían ráfagas de este a oeste al abrir las ventanas. Las estrellas se contemplaban de costado y la ropa lavada se tendía después de los bifes.
Sí, el tan práctico espacio semicubierto de los departamentos en este hogar se había obviado.
Esta cuestión no era menor. Acarreaba consigo algunas dificultades operativas más allá de privarnos del placer del sol, la luna y las estrellas.
La terraza, que era el lugar asignado por el consorcio para colgar la ropa lavada, no estaba tan lejos del octavo, pero nadie hacía uso de ella, por los tiempos que implicaba subir y bajar y por la falta de privacidad que podía acarrear la desaparición de alguna prenda por error o descuido.
El tema de la ropa lavada era serio y en el 8ºG tenía que resolverse dentro de esos cuarenta metros cuadrados. No en el living porque quedaba fea. No en el dormitorio porque no había espacio. No en el baño que no tenía ventana y la ventilación era escasa. Por descarte quedaba la cocina.
El tender desplegable se instaló en lo alto de la pared de la cocina, arriba de la ventana con pivote, casi tocando el techo, en un lugar que parecía hecho a medida.
La altura se solucionaba fácilmente con la ayuda de la silla de la cocina, un buen equilibrio y tenía la ventaja de que, ante una situación de desequilibrio, un cuerpo no pasaba a través del espacio libre que dejaba la ventanita.
La solución era casi ideal, aunque algunos
inconvenientes persistían. El momento de la colgada, el volumen de la colgada y la ausencia del sol. La siesta o la noche. Antes o después de los bifes y las frituras, ya que el olor a la comida seguía flotando en el ambiente y se pegaba a la ropa tapando el suave aroma del suavizante.
Fue un día de otoño cuando, en medio de una faraónica colgada, desbordada por sabanas, toallas y demás prendas, Don Bonel ofreció una solución a mi problema, apostado en el marco de la puerta de la cocina, mientras me observaba desde el llano desplegar mis destrezas de malabarista,
Su balcón estaba subocupado, disponía de un gran tendedero que sólo se usaba para un esporádico pañuelo o repasador, ya que la portera se ocupaba del lavado de su ropa.
Finalmente la solución a tanta disyuntiva apareció en el 8° F, en el departamento de Don Bonel.
El 8° F, del fondo del pasillo, daba al oeste y remataba el contra frente del edificio con un soleado balcón.
Así los cuarenta metros cuadrados del 8º G se aumentaron. En mi agenda diaria apareció un nuevo momento de encuentro con Bonel. El momento de la colgada. Llamaba a su puerta cargada con la ropa mojada, y mientras la disponía en su tendedero, me daba charlas distendidas al tiempo que me alcanzaba los broches.
La ceremonia de la ropa en el octavo piso se repetía día tras día. Temprano de mañana o a la siesta, justo a la hora la fruta y del Clarín, antes de salir para el trabajo.
El momento de la colgada.
Pero la colgada no terminaba ahí.
El evento se cerraba a la tardecita, ahí mismo en el 8º F, cuando al volver a casa además del ya convenido intercambio de periódicos, las llamadas telefónicas de la jornada, la puesta al día de las novedades, el comentario de los goles y demás temas, se procedía a la devolución en mano de la ropa seca y doblada.
Realmente un lujo, pero el servicio no incluía el planchado.
Myrtita