miércoles, 28 de noviembre de 2012

El que quiera celeste, que,,,, colabore

Caminé hasta la pileta cansada de descansar. Ya estaba casi sin agua, esperando que sus paredes fueran liberadas de la sal de la temporada anterior, antes de recibir el nuevo color celeste del año. 
Había que esperar hasta el martes. 
Sin pensarlo, busqué una espátula. Sin pensarlo encontré dos. Sin palabras empecé  la rasqueteada por la escalera. Pilar me siguió con una pared lateral. 
Salí de mi abstracción y me di cuenta de que éramos multitud. Cada uno se procuró una herramienta y siguió la iniciativa. Hasta el perro Samuel fue parte de la acción.
En dos horas terminamos una tarea que parecía faraónica y que sin buscarlo se convirtió en una causa común.
Ya sin agua y sin sal esperamos el martes.
El derecho de pileta está garantizado.
myrtita

domingo, 25 de noviembre de 2012

La evidencia


Las cerdas del cepillo hurgaban debajo de la mesa, se colaban entre las patas de la silla amarilla intentando atrapar hasta el último pelo de perro, perdido en esas idas y venidas, en esas carreras locas por el jardín en  intentos frustrados para atrapar al gato colado del vecino.
Los objetos arrumbados debajo de la mesa, encastrados bajo sus patas para no ser motivo de desorden se resistían a colaborar con la limpieza asignada a la moderna escoba mutada en cepillo.
De repente, en un viraje violento del palo que comandaba al cepillo, un ruido peculiar, ya vivido y en consecuencia familiar a mis sentidos me puso en alerta.
El sol dormía ya que  las nubes habían decidido cobijarlo un rato más. No era noche, en el recinto se alcanzaba a ver sin necesidad de encender las bombitas bajo consumo.
Con la alerta instaurada agudicé la vista. Ese ruido me había movilizado, me era sumamente familiar y algo desencadenaba en mi interior.
La búsqueda de su origen tomaba fuerza.
Desplacé la pala, corrí la silla, separé objetos, cajas, bolsas y de repente ante mis ojos quedó expuesta.
La evidencia.
El ruido familiar tuvo respuesta: cerámica desplazada sobre lajas.
El mango seccionado de una de mis cucharitas de cerámica blanca estaba ahí. Fraccionado.
Una menos. Una baja silenciosa. Una fragmentación no delatada.
Decidí no tocarlo. El cepillo se encargó de desplazarlo suavemente hasta colocarlo sobre la pala azul.
Ahí quedó yaciente al lado de la hoja sin savia, entre el manojo de pelos cortos de los perros perdidos en sus corridas infructuosas.
Ahí quedó, cómo un desecho de suavidad y pureza.
Ahí quedó el indicio de un acto no revelado que se las trae.
Ahí quedó, por ahora, sólo la EVIDENCIA.
Myrtita