viernes, 29 de octubre de 2010

Todo lo que usted quiso saber de Capital y nunca se atrevió a preguntar

Después de varios intentos fallidos, aquel trío constituido hace un par de años, logró alinearse y partir nuevamente rumbo a la capital para llenar sus sentidos de arte y diseño.

El objetivo del viaje, quedó claro antes de la partida. Las compras serían un complemento, el protagonismo lo tendría la mentada Casa FOA 2010, y si era posible llegar, Estilo Pilar una muestra que permitiría sumar a la decoración el paisajismo, pasión de uno de los integrantes del grupo, a la que las otras adherimos sin discusión.

Mi Spark, mi aceituna, mi karting, chispa, o como quieran llamarle algunos, a más de un año de pruebas llegaría a la Capital y se mediría rueda a rueda en el vértigo de las autopistas y con el desenfreno de las calles porteñas.

La idea de comandarlo en la gran ciudad, rondaba en mi cabeza desde que fui su propietaria, aunque debo reconocer también que, al momento de la decisión, me causaba cierta inquietud.

Sin pensar más salí al volante rumbo a la aventura, con un copiloto de lujo y una partenaire incansable y locuaz en el asiento trasero, que a los pocos kilómetros puso en funcionamiento el mate para lograr una distensión perfecta entre ambos.

Entre medias sombras de nubes el calor no se sentía y la ruta tranquila nos invitaba a seguir.

La alerta de “¡Estamos en rojo!”, nos hizo ver que Chispa (traducción de Spark al español) tenía hambre. Nos habíamos olvidado de un pequeño detalle: la recarga del combustible, que aunque el modelo es económico en el consumo, su tanque es limitado. Encontrar el teléfono de auxilio en la autopista resultaba más fácil que vislumbrar una estación de servicio. Hasta que un cartel Shell a 8 km, fue el alivio.

Empujando con el alma llegamos, nos abastecimos de combustible y de comida, nos sacamos el entumecimiento del viaje y seguimos satisfechos.

Para esa jornada piquetes y cortes eran el anuncio. No detenernos en nuestros outlets era la recomendación. Pero como no nos caracterizamos por ser obedientes y conscientes del todo, al llegar al puente Henry Ford, nos miramos y sin hablarnos, nos dijimos sí, acá paramos.

Recorrimos nuestros familiares negocios. Hicimos algunas compritas convenientes y enfilamos a la gran ciudad que ya nos esperaba con todas sus luces encendidas y sus movidos seis carriles de autopista.

Con todos los sentidos alertas, con mucha adrenalina, pero segura por el asesoramiento de mi copiloto, arremetí y me mezcle en ese tránsito desquiciado sintiéndome una más.

Las comunicaciones modernas habían permitido, desde el auto, un primer contacto con un paranaense apostado de paso en la capital, y el primer programa estaba armado a pesar del cansancio por el ajetreo del viaje. Cena para la primera noche. La gran picada, las risas y las anécdotas.

El día dos estaba destinado al diseño. Nuevamente a la Panamericana y por ramal Pilar hacia las Casuarinas del Pilar para la muestra que nos convocaba. Glamour, arte y lomitos para un día de campo sin desperdicio.

La autopista para el regreso ya no tenía secretos para esta piloto, que había decidido no dejar el mando.

La primera promesa incumplida fue cuando la partenaire se manifestó abiertamente con el “Yo a casa FOA no voy”, dando por sentado que su cuota de diseño estaba cubierta.

Compras y paseos completaron la aventura el sábado. Desde la tradicional calle Santa Fe, tantas veces andada y desandada, las galerías Pacífico, San Telmo, Puerto Madero para terminar cobijándonos del frío en el ya conocido Buenos Aires Design de Recoleta.

Los años no vienen solos, se suele oír por ahí. Sin querer que sea esto cierto, las rodillas dolían, los pies se hacían sentir después de más de nueve horas ininterrumpidas de idas y venidas.

Ya sin sol, de regreso a nuestro reducto de Marcelo T. de Alvear, decidimos una inmersión al super con el fin de encontrar provisiones para darle forma a una comida caserita, buscar unas bebidas espirituosas para estimular la charla, unos dulces para cerrar la noche y terminar nuestro día tres, ya sin teatros ni pomposas cenas.

La última mañana llegó rápida. Café con leche para el desayuno, mates, fotos, el repaso obligado de las vivencias y la partida. con la promesa del regreso para cuando de los árboles caigan las hojas.

Si quieren ver.... VEAN:


Día 1Día 2Día 3Día 4
Myrtita

domingo, 17 de octubre de 2010

Mis cucharitas de cerámica blancas

Las descubrí en el anaquel de la casa de regalos. Fue amor a primera vista.

Si bien no eran lo más llamativo de aquel objeto que se vendía, fue lo que me enamoró.

Tazas cerámicas con agujeritos en su manija, y en ellos, ellas, cucharitas de cerámica blancas, erguidas, sostenidas firmes al atravesar los dos agujeritos.

Un primor, suavecitas, blanquitas, limpitas y frágiles eran las cucharitas de cerámica blancas.

No se vendían solas. No se podían separar. Existían por las tazas y solamente con la compra de una taza, podría ser propietaria de una cucharita de cerámica blanca.

No lo dudé. Eran hermosas. Suavecitas, blanquitas, limpitas y frágiles.

Compré cinco tazas. Una para cada integrante de la familia. Para que cada uno tuviera más allá de la taza, una cucharita de cerámica blanca.

Tazas con diseño muy moderno, por cierto. Muy lindas y novedosas. Para los desayunos y las tomadas de leche a la tarde. Tomadas de leche tan mías.

Pero las tazas no eran mi luz. Sí, aquellas hermosas cucharitas de cerámica blancas.

Regalé tazas a la familia. Regalé tazas a todo aquel allegado o allegada que cumpliera años por aquella época.

¿Cómo no iba a regalar cucharitas de cerámica blancas?

Fue así como comenzó esta historia.

Las tazas fueron adoptadas de inmediato para hermosear las mesas de los desayunos y meriendas. Las cucharitas calculaban la cantidad justa de café, de chocolate y de azúcar por cada taza. Revolvían el contenido de las tazas. Entraban y salían del microondas sin problemas. Se mantenían blanquitas, suaves y limpitas. Eran la perfección. Pero más allá de su plena perfección eran frágiles. Demandaban cuidado. Suavidad en el trato.

¡Qué cosa más alejada de la realidad! ¿Suavidad en el trato? En el lavado, en la secada, en la guardada.

Las cucharitas, tan bellas como frágiles, comenzaron a morir.

Se rompía una cucharita y corría al negocio en que las había descubierto para reponerla.

Pero ellas no estaban solas. Se debían a sus tazas. Era un combo. Una cucharita más una tacita.

En consecuencia tras cada baja, de cucharita, que se producía en el hogar, nacía una nueva cucharita más una tacita.

Llegué a tener más de doce tazas. Ya ni sitio para ellas había en la alacena. El diseño de las tazas se iba modificando. Todas eran diferentes. Las únicas iguales seguían siendo las cucharitas de cerámica blancas, que en la proporción iban en franca minoría.

Fue entonces que un día, en un shopping de la Capital una canasta llena de cucharitas de cerámica blancas solas, apareció delante mío. Ahí, huérfanas, sin tazas adosadas a ellas. Todas para mí. Mis ojos no daban crédito. Compre una docena y regresé al interior más contenta que perro con dos colas.

Las cucharitas de cerámica blancas, ahora superaban la cantidad de tazas, que también se iban destrozando para ser coherentes en el cuidado.

La historia vieja comenzó de nuevo. Las cucharitas de cerámica blancas comenzaron a morir.

Volví a capital. Volví al mismo lugar, como en la canción de Sabina, no me encontré una sucursal del banco hispanoamericano, pero el negocio ya no estaba.

¡Qué desolada me sentí!

No más cucharitas de cerámica blancas huérfanas. No más cucharitas de cerámica blancas adosadas a tazas. No más cucharitas de cerámica blancas.

Sin consuelo comencé a deambular por bazares de la capital, hasta que ahí, en la misma esquina que mi reducto capitalino, tirada en el suelo de la vidriera del bazar la descubrí.

Una única cucharita de cerámica blanca. Sin perder tiempo entré. Feliz. Quería muchas. Pero sólo conseguí cinco. Por más que incitaba a la empleada a seguir buscando, me respondió con un seco “no hay más”.

Así me armé de cinco nuevas cucharitas de cerámica blancas.

Al regresar a casa decidí ponerlas a resguardo, junto con las otras sobrevivientes, consciente de que eran un bien muy escaso y muy preciado, aunque sólo para mí.

Un vaso grande de plástico transparente sobre el freezer sería su lugar. Lejos de los cajones en los que se tiran los cubiertos de metal. Eran cucharitas de cerámica blancas. Hermosas y frágiles.

Aquel medio día, ante la negación de cocinera, el pollo del imán de la heladera fue el men

ú impuesto.

No huesos de pollo a los perros era el cantito que sonaba siempre al levantar los platos de la mesa.

Poner la bolsa de basura a resguardo de los perros, era parte del ritual.

Comenzaron a levantar la mesa mientras, sin moverme de mi lugar, pretendía mirar el modelo de la señora Mirta Legrand, cuando escuché un estrepitoso ruido proveniente de la cocina.

Mi cabeza comenzó a dar vueltas. No podía ser lo que ella me dictaba. El ruido estaba registrado en mi mente. Ya lo había sentido en otras ocasiones. ¿Ruido de cerámica rota? ¿Cerámica? ¿Cucharitas?

Todo se volvió negro. Sólo esperaba una voz que me dijera NO, no son tus cucharitas de cerámica blancas.

Silencio.

Nada de eso ocurrió.

Mis cucharitas de cerámica blancas...

Me levanté de la silla. Caminé como autómata en dirección al ruido. Pedazos de cucharitas de cerámica blancas desparramados tapizaban el piso rústico de cerámicos rojos.

Silencio.

Sólo una mirada con una furia incontenible. Excusas que pretendían apaciguarla.

Mis cucharitas de cerámica blancas.

Sólo una sobrevivió.

Gracias plomero por haber llegado tarde a destapar la pileta cuyas aguas grasientas acariciaron y protegieron a mi cucharita.

Sólo una que quedó mutilada. Ya no mide 17,5 cm. Mide 15 cm. Su mango se acortó.

Sólo una sobrevivió. Mi cucharita de cerámica blanca.

Myrtita

Para Mamás

A mis abuelas, una plegaria
A mi mamá, un deseo
A mis amigas, feliz día.

Myrtita