domingo, 28 de marzo de 2010

Para Jose Luis

Myrtita

sábado, 27 de marzo de 2010

Bolsa o sepultura

Era la mañana de un sábado, de un otoño que recién nacía.
De manera casi autómata, como todas las mañanas, abrí las ventanas y puertas al jardín para que el sol tibio se filtrara suavemente a través de los pliegos de las cortinas.

Una mañana como todas, pero, en ese instante que apareció frente a mí.
Parecía dormido, acariciado por el sol. Su mirada se perdía en el infinito, su postura era un tanto rígida, parecía elevar una plegaria al cielo.
¿Una plegaria al cielo? Algo no funcionaba bien en aquella observación. Agudicé mi vista. ¿Dormido? ¡NO!

Estaba AHÍ. ¡MUERTO! Un pobre e indefenso gato que había osado atravesar el jardín aquella noche de alborotos, ladridos y maullidos. La razón del caos y mi desvelo estaba allí descansando finalmente en paz. Víctima de mis canes.

Aterrada o impresionada empecé a los gritos en una suerte de ataque. Todos los humanos del hogar corrieron a percatarse de la razón de mi alteración

Los perros corrían al darse cuenta de su protagonismo en semejante altercado.

Una mañana como todas, pero pintaba diferente.

De manera casi autómata, comencé a cerrar las ventanas y puertas al jardín para que el sol tibio siguiera acariciando al gato, lejos de mi vista, mientras la oscuridad se adueñaba nuevamente de mi hogar.

La decisión ya estaba tomada. No más sol hasta que embolsaran el gato.

- ¿Cómo lo vamos a sacar en una bolsa?
- ¡Hay que enterrarlo!
- ¡Hagan lo que quieran y como puedan pero lo desaparecen del jardín!

Entiendo que mi accionar fue, si se quiere, desmedido e irracional pero a la distancia me doy cuenta de que otro condimento se mezclaba en él.

Los humanos del hogar no eran culpables del asesinato. Yo era incapaz de resolver aquella situación mortal, y mi esposo planificaba una gira deportiva por diez días. Diez días en una ciudad con sus costas bañadas por el mar tendrían su costo.

Delegando la responsabilidad del gato me fui.

Fue así que los hombres de la casa tomaron las palas, cavaron una fosa y le dieron al gato una cristiana sepultura, acorde a sus principios, lejos de mi teoría de que embolsaran el gato.
Satisfechos hicieron alarde de su obra a mi regreso. El gato descansaba en paz y el esposo al día siguiente partía feliz con la satisfacción del deber cumplido.

La mañana del lunes llegó.
De manera casi autómata, como todas las mañanas, abrí las ventanas y puertas al jardín para que el sol tibio se filtrara suavemente a través de los pliegos de las cortinas.

Una mañana como todas, pero fue en ese instante que apareció frente a mí. Parecía dormido, acariciado por el sol. Su mirada se perdía en el infinito, su postura era un tanto rígida, parecía elevar una plegaria al cielo.

Estaba AHÍ. ¡MUERTO! De nuevo el pobre e indefenso gato que había osado atravesar el jardín aquella noche reapareció. ¡EXHUMADO!

¡Era el tercer día y parecía haber resucitado!
Prolijamente la fosa había sido profanada por mis canes que aparentemente se resistían a dejarlo partir.

De nuevo mis gritos de horror, pero que no llegaban más allá de los límites del barrio. Más allá de la frontera el esposo ya descansaba de la rutina hogareña.

- ¡Agustín!! ¡Les dije que sacaran el gato y no que lo enterraran! ¡Aquí está de nuevo! ¡No pienso abrir ni una ventana hasta que lo saqués de acá!

No entiendo aún la razón de su sumisión, pero sin rezongar, mi hijo mayor, creo que en un intento de evitar mi internación por locura, envolvió su cabeza en una toalla para aislarse del hediondo perfume del gato, tomó la pala, y unos metros más al fondo comenzó la nueva fosa sin poder despojarse de sus principios de la cristiana sepultura.

Más profunda, y con lápida, para que los perros no la pudieran violar. Unos viejos escalones de granito, dispuestos como las piezas de un rompecabezas, sellaban la tumba. Solo le faltaba un florero.

La semana siguió su curso. El tema del gato quedaba para la historia. Como una oscura anécdota, pintada por la muerte.

Pasó la noche del viernes. El sábado amaneció radiante, luminoso. Una mañana otoñal de ensueños. Ese sábado el tiempo era mío. Decidí hacer lo que nunca hacía: fiaca en la cama, pero como quería que el sol entrara, de un salto decidí abrir las ventanas al jardín.

Una mirada a lo lejos y una rápida focalización a lo cercano.
Los perros daban vueltas por el jardín. Algo se disputaban. Algo traían entre sus dientes.
Aclaré mi vista. No me daba cuenta de que se trataba. Era algo largo. ¿Una rama? ¡NO! ¿Un huesito? Casi, casi. Agudicé más mi vista y la descubrí: ¡Una pata! Pero, ¿de qué?

Miré a lo lejos. La lápida seguía inalterada, pero la tumba se había convertido en un túnel de un metro de profundidad, y el gato muerto sólo era un conjunto de partes que provocaba la disputa de los hermanos. Era la pata del gato.

Adiós fiaca en la cama. Adiós mi tiempo en esa mañana de sábado.
Bajé corriendo, para cerrar todas las puertas de acceso al jardín.

Nuevamente mis gritos. Pero esta vez sin eco. Nadie respondía. Los perros alertados habían dejado de pelearse por ese pedazo de hueso con pelos y algo de carne.
En dos patas apoyados sobre la ventana despedían un olor nauseabundo y me miraban atónitos sin entender que era lo que me enojaba.

Seguía gritando, pero al cielo. Nadie respondía. Cuando a lo lejos escucho el teléfono. Atiendo y una voz suelta y alegre osaba preguntar: ¿cómo anda todo en el hogar?
No puedo reproducir respuestas. Sería censurado mi espacio.
El mar, el sol, la playa de un lado del tubo y los restos del gato esparcidos como esquirlas por el jardín, después de una semana de la incorporación de su espíritu al ejército celestial, por el otro.

Una situación no resuelta. Una única persona para definir el accionar.
Ya todos eran inmunes a mis gritos.
Sin alternativa me enfrenté a la muerte. Me uní de coraje, dispuse de los elementos y planifiqué la acción.

Adopté el método de las vueltas de toalla sobre mi rostro para aislarme del olor.
Bolsas de supermercado a modo de guantes en mis manos para no sentir el frío de la muerte.
Una bolsa negra grande para que finalmente descanse en paz de manera holgada.
Otra bolsa negra para asegurarme la aislación de los vahos hediondos.
Una bolsa de plastillera, que el viento había depositado en el jardín de manera providencial vaya a saber uno de que procedencia, para reforzar el paquete sin que se desfonde.

Así de sencilla y placentera fue mi tarea aquella mañana de sol otoñal.
Embolsar el gato.
Uno tras otro junté todos sus restos. Los puse allí, todos juntitos, en esa triple cobertura que até con un fuerte moño con un hilo sisal. Los dejé listos para sacarlos a la calle y que don basurero se los lleve, tirando por la borda la idea de la cristiana sepultura.

La logística venía perfecta hasta que mi cabeza hizo click.
Nuevamente era sábado. El basurero no pasaba hasta el lunes.
La bolsa no podía salir a la calle hasta el domingo. Tampoco podía quedar en el jardín y arriesgarme a una nueva exhumación de los restos.
Actuando en consecuencia, debí improvisar una sala de velatorios dentro de la casa. Elegí el garaje. Un espacio que quedó vedado para todos, con un auto que quedó atrapado como custodiando al occiso.
Resuelto el velatorio, tomé nuevamente coraje y bañe los perros que seguían en cuarentena en el fondo con un olor que ni ellos se aguantaban.

Terminada esta tarea, ni hijos humanos ni hijos perros se me acercaban. Mi ira no tenía cabida en mí, y esta situación se reflejaba a la legua. Todos mantenían distancia. Nadie podía predecir mi reacción ante la menor sugerencia o pedido de algo.

La llamada redentora de una amiga para una tarde de playa me dejó tomar distancia de la angustia del velorio.

Finalmente se hicieron las 20 hs del domingo. Momento fijado para la partida definitiva.
Con entereza y resignación, cargué la bolsa con los restos mortales.
Mirando a un lado y a otro del vecindario, como sintiendo que sacaba algo prohibido, la deposité en el cordón de la vereda. Me fui al balcón para esperar el momento de su ida. No despegué la mirada hasta que lo vì desaparecer en la caja del camión del basurero.
Ya eran las veintidós horas.

Así terminó esta historia, una historia que comenzó a repetirse cuando… Un pobre e indefenso gato que había osado atravesar el jardín aquella noche de alborotos, ladridos y maullidos apareció AHÍ, ¡MUERTO! Víctima de mis canes.
-¡A embolsar el gato! - grité
Prestos y sin acordarse de la cultura occidental de los muertos, salieron los sepultureros, con la pala, la escoba y la bolsa negra.
En medio de la noche y sin perder un segundo embolsaron el gato con la celeridad propia del experimentado.
¿La razón? La busco... La encuentro: a las veintidós horas pasaba el basurero.

Myrtita

jueves, 18 de marzo de 2010

Los árboles ¿mueren de pie?

Aquel destello encegueció la tarde.
Fue una señal.

Nada aplacaba la furia del viento que sin piedad golpeaba al gigante.
Fue un anuncio.

Aquel bramido caló la tierra, como enojado con su tardanza.
Una advertencia.

Aquel rayo no controló su paso.
Le llegó al corazón y se escondió en sus raíces.

Luz, ruido, calor, fuego.
Una corteza sangrante, un fino hilo de savia que moría entre las plumas del carpintero, morador de su tronco, que hoy yacía a sus pies.

El gigante estaba herido.

De manera impensada el verde de sus hojas se atenuó.
Las ramas perdieron sus fuerzas cuando las hojas, una a una, lo abandonaron.

No más moradores en sus brazos, no más moradores en su tronco.
Cayeron a sus pies, sin poder alejarse.

El gigante seguía en pie.
Muerto pero de pie.

Myrtita