domingo, 28 de septiembre de 2008

Nuestro Parque Urquiza

Me cai de la cama. La mañana estaba gris, casi negra diría, pero tuve ganas de caminar.

Junté mi cámara y salimos en dirección al parque, con la idea de capturar esos lugares por los que, en general, no circulamos.

Poca gente, muchos pájaros... poco sol, muchas nubes....

Nada de lluvia.... pastos secos, pero una belleza intacta, toda nuestra, para mostrar al mundo...

Hoy revalorizo nuestro Parque Urquiza!
Suban al auto con un click y vamos!!!....

Myrtita

sábado, 27 de septiembre de 2008

La fiesta del consorcio

Corría 1991. Yo ya era parte de una familia tipo, tipo nada, o quizás tipo una de esas familias que transcurrían sus días atrás de las sesenta y tres puertas de aquel consorcio.
Día a día nos cruzábamos en el ascensor, en los pasillos, en la puerta. Nos dedicábamos un corto saludo y seguíamos nuestro camino.
No había tiempo para más.
Era un consorcio grande, variadito diría. De propietarios e inquilinos. De abuelos y estudiantes. De familias comunes y no tan comunes.
Sin conocer las realidades que se escondían en esos nichos, ciertos datos se filtraban. El portero siempre alerta, dejaba escapar algunos indicios en los saludos matinales, mientras batía con la escoba el polvo del palier.
Que la del segundo B, que los del cuarto con la basura, que los nuevos del noveno, que las expensas en el quinto …
Estos comentarios iban despertando en mí una intriga social. ¿Quiénes estaban detrás de esas puertas ciegas?
En mi mente se acuñaba una idea…
El consorcio debía encontrarse. Conocerse. Intercambiar algo más que ese obligado saludo.
Mi idea no era la unión de todos en una formal reunión de consorcio, interminable en la que nadie se ponía de acuerdo, y terminaban de los pelos al darse cuenta de que se les había escapado la siesta en una discusión inútil.
Quería reunirlos. Que se conocieran. Que se dieran tiempo para la charla. Quería la socialización del consorcio.
Al exponer mi idea en la familia chica, obtuve mi primer, y no último “¡Estás loca!”. Esta frase se repitió en un círculo ligeramente ampliado, pero no amedrentó mi idea, que a esta altura ya se había convertido en un firme propósito.
Reuniría al consorcio en un encuentro social.
Debía pensar seriamente la forma de hacerlo. Sin costos, ya que habíamos ricos, medianos y casi secos. Realidades de uno, dos y tres dormitorios.
El lugar, la terraza, el techo en común de nuestros hogares. Nada de salones de uso múltiple, ni de quinchos comunitarios. Esos espacios eran inexistentes en aquella época, al menos en nuestro edificio, y casi diría en la ciudad.
La terraza funcionaría bien, por supuesto si el Señor nos procuraba una noche templada de estrellas y luna. En caso de lluvia debería posponerla.
El menú, sería a la canasta. Obviamente por esa cuestión de diversidad. Cada uno debería llevar su comida, que se pondría sobre una mesa para compartir con los prójimos más próximos.
La bebida también así. Cada uno aportaría lo que más le apeteciera beber.
Básicamente la estructura organizativa sería esa.
La fiesta estaba gestándose, pero era demasiado para una sola organizadora. Necesitaba aliados, esos delirantes que nunca faltan, que siempre aparecen y que aceptan mis delirios.
Mi vecina del 7° sería mi aliada.
Faltaba decidir la forma de convocarlos, por lo que me aboqué al diseño de primorosas tarjetitas en las que brevemente daba las razones de la propuesta, y los invitaba a pasar por nuestro departamento, con el sólo fin de confirmar su presencia, definir cantidad de personas y conocer con qué parte de la infraestructura colaborarían. A saber, sillas, tablones, heladeras de camping para acopiar la bebida, etc.
Todo cerraba perfecto. El 8°D sería un punto clave en esta etapa de la gestión.
Todo cerraba perfecto hasta que comenzó la movida.
El primer detalle es que yo no estaba casi nunca en casa, por lo que los registros de invitados debían ser anotados por el o la que estuviera en ese momento en mi hogar. Léase el señor esposo, quien no había sido desde el vamos el más ferviente defensor de esta idea.
El horario de registros, no había sido acotado, ni tampoco establecido de manera adecuada, por lo que los vecinos caían en el momento en que les resultaba más favorable. Por ejemplo a la siesta, a la media noche, los domingos al alba.
Pero nada es para siempre, y todo se supera. Pasamos, no sin ligeras tormentas familiares esta etapa de la organización.
Apareció el empresario y su familia, el afinador de pianos, los estudiantes del quinto, la separada del sexto, la modista, el abogado corrupto, el doctor, las familias tipo, la que practicaba el control del dolor, el viudo, la que recién había vuelto de su internación en un neuropsiquiátrico y le daba explicaciones de vida a mi esposo mientras se anotaba para participar.
Una mega diversidad humana.
Creo que de los sesenta y tres departamentos, cincuenta y ocho se anotaron.
Mi convocatoria tenía respuesta. La movida era cada vez mayor. Se cruzaban en los pasillos, se saludaban con sonrisas. El portero llevaba y traía opiniones, agregando un nuevo tema a su larga lista de comunicaciones diarias.
Y llegó el esperado momento, aquella noche de un viernes de noviembre.
La tarde ya nos convocaba. El ascensor no tenía descanso. Que sillas, que mesas, que heladeras. Mudanzas, con un único destino. La terraza.
El consorcio estaba de fiesta.
A las veintiuna horas comenzaron a llegar con sus canastas. Se ubicaban sin orden establecido. Se mezclaban los pisos y las condiciones sociales.
Allí en la terraza la diversidad se juntó. Se distendió.
No hubo baile. Sí música de fondo, pero la música que más me gustó fue la de las risas la de las charlas a viva voz.
Mi delirio se había realizado. Estaba contenta. Tomaba distancia y los miraba, y al rato me metía en la fiesta y era parte activa de esa diversidad.
Hoy recuerdo el evento con una sonrisa, sin saber si podría embarcarme nuevamente en algo semejante.
Pero esa noche pude y me di el gusto.
Por un rato las sesenta y tres puertas ciegas se abrieron, mostraron su humanidad, igualaron sus diferencias. La alegría fue protagonista.
La noche terminó.
Los saludos volvieron a ser cortos, rápidos, aunque diferentes. En cada hola, buen día o adiós se filtraba una sonrisa, como un sello de que ése había sido parte de la fiesta del consorcio.
Myrtita

domingo, 21 de septiembre de 2008

Monumento a Myriam Stefford

Aparece en las fotos del valle de Calamuchita...
En un comentario de la entrada anterior,aparece un breve resumen de esta historia de amor....
Con un link, en la imagen de la derecha, se descubre una historia de amores y odios...
Se las dejo por si la quieren leer....
Así los QQQ... se convierten en un pequeño espacio que enriquece...
Me gusta esta idea...
SUMEN los que saben... mientras tanto, los que no sabemos.... sacamos fotos!!!
Myrtita

sábado, 20 de septiembre de 2008

El Valle de Calamuchita

Una nueva escapada.
Esta vez el destino fue Córdoba, sierras, diques, arroyos.
Pueblos extraidos del mundo y depositados aquí.
Alemania, Suiza, Holanda ... cerveza, chocolates y flores se conjugan dando un encanto especial a la región.
¿Qué mejor que imágenes para describir lo que ofrece nuestra más que generosa y amplia Argentina?
Pero más allá de lo geográfico, la verdad es que me licencié a una panzada de hijas.
De vez en cuando, es válido ¿no?
¿Vamos? Un click en la imagen y LISTO!!!
Myrtita

sábado, 13 de septiembre de 2008

Dicotomía de la abundancia

Había una vez una María, que tenía una campera. Una y solo una campera. Su único abrigo. Clásica, de color neutro. Única, así sin vueltas.
En su vida el tema abrigo, estaba resuelto. No ocupaba su mente en eso.
¿Hacía frío? De manera instintiva se calzaba su campera clásica de color neutro, sin perder un segundo de su valioso tiempo y afrontaba la intemperie.
La combinación de colores, no era un tema para ella. Su campera era única.
En el ropero la campera era la reina. El espacio era suyo, quizás hasta excesivo para su sola presencia.
Pero María era feliz. Su existencia era sencilla.
Cada vez que hacía frío, abría su ropero, tomaba rápidamente su campera, y sin perder tiempo y sin pensar en el color de sus ropas, se ponía su abrigo y salía.
Pero un día, María pensó, -¡Qué lindo sería tener una campera azul!
Este pensamiento fue creciendo, hasta convertirse en una meta a alcanzar.
Trabajó, ahorró, con la ilusión de poder adquirir la campera azul de sus sueños.
Pasó un invierno, dos, y por fin su sueño se hizo realidad.
Compró la campera azul, la de los broches a presión modernos, con capucha, de abrigo y para lluvia. La supercampera azul. Abrigada. Moderna.
La nueva adquisición, la llenaba de orgullo. Finalmente la había conseguido.
Así la campera azul, abrigada y moderna, ocupó un espacio en su placard, al lado de su ex única campera, la clásica y de color neutro.
Pero junto a su alegría, nuevas consecuencia aparecieron en su vida.
Hacía frío. Buscaba su campera. Encontraba dos, allí en las perchas. Un tanto apretadas. El espacio casi resultaba insuficiente para sus presencias.
Se paraba frente a ellas y debía optar por una. La clásica de color neutro, o la moderna azul, con broches.
Miraba su ropa. Los colores. ¿Cuál combinaba mejor? La indecisión le insumía tiempo. Su valioso tiempo se acortaba.
De repente su vida había cambiado.
Tenía campera nueva. La campera azul, moderna, aquella que había anhelado tanto tiempo. Aquella que le demandó esfuerzo, sacrificios, renunciaciones. Allí estaba, en su placard.
De repente anheló su vida vieja. La de la campera única. La de la campera clásica, de color neutro….
Dicotomía de la abundancia... La campera azul…
Myrtita

sábado, 6 de septiembre de 2008

Olores...

Rápido, tengo un ratito. Voy a colgar la ropa.
Los broches, las perchas… un olor… y mi mente se escapó, se fue lejos, lejos en el tiempo, en el espacio. Se fue, y la seguí.
La soga desapareció. Mi escenario cambió.
Las glicinas, y su fragancia…. Llegué a Rivadavia 307. Entré, me metí en aquella casita chorizo, llegué al comedorcito, su mampara que daba al jardín estaba abierta de par en par. Septiembre había llegado…y la pérgola de glicinas, con su olor. Mi infancia….
Y me dejé llevar por ese laberinto de recuerdos, de sentidos, de percepciones.
El jazmín del Paraguay, con sus flores simples, casi rústicas, violetas y blancas, fragantes, custodiando mi hamaca en el jardín … Aquel pretendiente de adolescencia que las ocultaba bajo las solapas de la carpeta negra mientras me esperaba a la salida de la escuela …
Avancé un poquito más.
Las flores de los ligustros, en el fondo de la casa de la abuela. Olores de las siestas de verano, en que nos escapábamos a hurtadillas cuando nos conminaban al descanso reparador de la siesta, en una etapa de vida en que nos sobraban energías….
Con el mismo olor, llegué a las nochecitas. Salgo de la mano de papá por aquel largo y eterno pasillo, de la casa de los abuelos que hoy recorro en pocos pasos, desde mi visión adulta. Era el momento de guardar el auto, y de aprovechar su compañía al final de sus largas jornadas de trabajo y ausencia para nosotros.
Adolescencia con olor a fresias. Un timbrecito doble, cómplice, no más allá de las siete y cuarto. Antes del trabajo, antes de la escuela. Mi abuelo Enrique con un ramito fragante de fresias o con aquellas coloridas marimoñas, cultivadas por sus propias manos, que perfuman y alegran mis mañanas.
Olores…. Cómo pegan…. Asociaciones, vivencias… los recuerdos están acá, en plenitud, casi tan cerca que puedo escuchar y ver, aún a los que ya no están…
Pero mi tiempo expira. Las glicinas están acá, y yo volví.
Tomo otro broche. La soga, la ropa. Mi tiempo. Rápido…
Fue un placer viajar… Hasta pronto…


Myrtita